Por fin se le ha ocurrido a alguien.
Después
de malvivir por mal llegado en la era de la estupidez y el desparrame
friki-pijo de tías dándose botox en los morros, los asiduos a los baños
de barro, barro de descampados, las que se untan de todo en las fauces
que parecen un eral, las que se llenan las ubres de plásticos, las que
se los vacían.
Después de malvivir
emocionalmente en la era en la que en el telediario de las 3 nos meten
los colores que se van a llevar en la próxima primavera, el puto
sujetador casposo con cazoleta chorropringue que tenemos que lucir en
nuestra próxima cita, o el tinte de pelo con el que las tías van a caer
derrotadas en cuanto salgamos por el portal.
Inmerso
en el mundo de los perfumes, que el que no los usa no perderá la
virginidad nunca, los futbolistas de cuerpo de eunucos y pelo lila. La
era de la comida estúpida, la oriental, la jalapeña, la de diseño.
Tiempos de colesterol, ácido úrico, gimnasios de gimnasia pasiva, de
niños con déficit de atención, de futurólogos con cara de memo, de poner
pasarelas en el monte o de pincelar las empresas con un tipo que le
llaman de "recursos humanos".
La era de la gilipollez en su máximo
exponente y que a mi madre se le puso en sus narices que en ella me
tenía que depositar a mi cuando se lo dije bien clarito: Mamá no me des a
luz ahora, yo quiero ser hijo de la postguerra, no nieto de ella con
sus punkies, sus góticos, los pijos y los repijos.
Pero al fin alguien ha dado ya con el no va más.
El despertador que no despierta. Me lo han encalomado en el Carrefour, le programas y cuando llega la hora, no hace nada.
¡Biennnn!
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